A muchas de nosotras, en algún
momento de la infancia o pubertad, una especie de mano incorpórea -empuñada por
toda la familia y la sociedad- nos coloca un viejo, pesado e invisible espejo
sobre las manos pequeñas, que nos atrae incesantemente a lo largo de la vida,
nos convence de lo carente que somos de belleza real, y multiplica los defectos
internos y externos. Este objeto nunca se cansa de vociferar lo mucho que nos
falta alcanzar para ser perfectas. Así de perverso es ese instrumento. Y no
sólo eso, un día la voz susurrante de dicho reflejo se sustituye por la nuestra,
y así todos los insultos diarios hacia nosotras y algunas otras, salen de nuestra
propia boca.
¿Les suena? Ese maldito espejo no es
más que el mito de la belleza, que se engrandece más y más con las modas y los
estereotipos fijados por cada sociedad y época. ¿Recuerdan cuándo fue la primera vez
que juzgaron como “fea” alguna parte de su propio cuerpo?
¿Recuerdan cuándo fue la primera vez
que sintieron vergüenza por algo de su aspecto, o si alguna vez desearon ser
otra persona? ¿Recuerdan la primera vez que se encontraron un “defecto” físico?