miércoles, julio 29, 2020

Sobre la belleza





A muchas de nosotras, en algún momento de la infancia o pubertad, una especie de mano incorpórea -empuñada por toda la familia y la sociedad- nos coloca un viejo, pesado e invisible espejo sobre las manos pequeñas, que nos atrae incesantemente a lo largo de la vida, nos convence de lo carente que somos de belleza real, y multiplica los defectos internos y externos. Este objeto nunca se cansa de vociferar lo mucho que nos falta alcanzar para ser perfectas. Así de perverso es ese instrumento. Y no sólo eso, un día la voz susurrante de dicho reflejo se sustituye por la nuestra, y así todos los insultos diarios hacia nosotras y algunas otras, salen de nuestra propia boca.

¿Les suena? Ese maldito espejo no es más que el mito de la belleza, que se engrandece más y más con las modas y los estereotipos fijados por cada sociedad y época. ¿Recuerdan cuándo fue la primera vez que juzgaron como “fea” alguna parte de su propio cuerpo?

¿Recuerdan cuándo fue la primera vez que sintieron vergüenza por algo de su aspecto, o si alguna vez desearon ser otra persona? ¿Recuerdan la primera vez que se encontraron un “defecto” físico?


Crecí con un padre al que le falta un brazo, así que desde pequeña fui consciente de lo terrible que era ser juzgado, mirado, humillado u ofendido por tu aspecto. Muchas veces escuché a vecinos u otras personas ofenderlo por ser manco. Mi papá fue tendero durante varias décadas, y el abarrote siempre estuvo pegado o cerca de nuestra casa, así que muchas veces escuché a algún deudor o deudora indignarse porque mi papá les cobraba, y entonces lo insultaban mencionando aquello que para medio mundo era su mayor defecto. Yo sabía que a mi papá eso no le apenaba, pero sí le enfadaba, le hería de cierta forma, aunque no lo verbalizara. En más de una ocasión pude reconocer una mirada triste o frustrada, debido a las burlas de otras personas hacia su cuerpo. Mi madre, mis hermanas y yo, también nos sentíamos enfadadas cuando alguien lo ofendía, y debo admitir que quizá también un poco avergonzadas, esto último no sé si mi madre lo sentía, pero mis hermanas y yo sí, cuando éramos adolescentes o niñas. Más en la escuela, cuando algunos niños intentaban humillarnos porque a nuestro padre le faltaba algo, un brazo. Porque está “mocho”, como muchos me dijeron en la primaria. Por otro lado, las niñas más que ofensivas, siempre eran curiosas y sólo preguntaban qué le había pasado a mi papá, por qué estaba así.

Crecer con ese tema recurrente en la familia, nos enseñó a mis hermanas y a mí, que no era bueno –mucho menos necesario o disfrutable- burlarse de las personas por algo relativo a su cuerpo, a su aspecto. Sabíamos perfectamente que eso lastimaba, así que siempre evitamos hacerlo. Ni siquiera usábamos apodos para las personas, intentábamos ser extremadamente cuidadosas, por un asunto de empatía, y también –quizá- por miedo a despertar en las otras personas las ganas de ofendernos mencionando “lo que faltaba en mi familia”. Eso sí, entre nosotras nos insultábamos cuando peleábamos, quizá nos habíamos acostumbrado a recibir esas “palabrotas”, las habíamos escuchado por ahí…

Sin embargo, pese a esa prudencia que me dio la experiencia, una vez en la secundaria me animé a nombrar a alguien por su mote. Y aquello acabó fatal para mí. Un compañero bastante travieso, tenía un apodo de personaje de caricatura, según recuerdo él mismo rayaba ese nombre en las paredes o sus libretas… Aquel día funesto salimos temprano de clases, y como la escuela estaba pegada a un parque, varias amigas y compañeros nos fuimos a sentar al césped, de todas formas, yo debía esperar hasta medio día que saliera mi hermana, y que mi papá pasara por nosotras. El caso es que, entre broma y broma, este chico empezó a burlarse de varias de nosotras, quienes además conformábamos un grupo bastante peculiar, éramos las clásicas feas, inteligentes y serias. En respuesta al jugueteo o burlas que nos hacía aquel adolescente, a mí se me ocurrió callarlo y agregar su mote. No lo hubiese hecho. Nunca olvidaré que él me respondió señalando algo de mí, que yo nunca había escuchado o pensado, me lanzó una frase como “y tú qué, pinche nariz de perico”. Recuerdo que lo primero que hice al escucharle fue abrir los ojos de la sorpresa, luego llevé la mano derecha a mi rostro, toqué mi nariz, la sentí. Y justo en ese momento, a mis doce años, comprendí que la forma que tenía esa parte de mi rostro no era bien recibida, y que yo no lo sabía, y nadie me lo había dicho.

Ahora, a mis 34, me da un poco de pena admitirlo, pero a partir de aquel comentario burlón, durante muchos años rechacé el tamaño y la forma de mi nariz, evité el tema de “la nariz”, “las narices de las personas”. Muchas veces, incontables, lloré desconsoladamente porque tener ese perfil. Muchas veces soñé con la cirugía plástica. Muchos años busqué en películas o en series de televisión alguna artista que fuese considerada bonita y tuviese una nariz, al menos, parecida a la mía. Muchas, muchas, muchas veces me avergoncé de alguna foto que por error me captara desde el ángulo “incorrecto”.

Durante mucho tiempo el centro de mi rostro fue el centro de mis desencantos, de mis flagelos. Hasta que “descubrí” que las mujeres podemos tener muchos otros atributos físicos que hacen que una nariz o algo en el rostro pase desapercibido. No significó que me aceptara o me amara como era, sólo descubrí que eso de la “aceptación” podía ser generado desde otros “espacios” de mi cuerpo.

Claro, no enterré o silencié el espejo de los estereotipos, al contrario, éste enronqueció la voz y me gritaba que, a los hombres, muchas otras partes del cuerpo de una mujer les son más importantes que el rostro.

Entré a la preparatoria y descubrí que los pechos grandes, esos que me avergonzaron todos los años anteriores, se convirtieron en “algo” que me hacía observable, deseable, incluso por los más populares. Algo se activó en mí. Yo no me consideraba bella, pero me sabía atractiva para ellos, y envidiada por muchas de ellas. Empecé a usar escotes, cada vez más pronunciados. Noté que eso enloquecía a las mujeres porque la mayoría no tenía exuberantes senos, y también enloquecía a los hombres, por algún fetiche que parece que todos comparten.

Me cosifiqué. Saqué provecho de que mi cuerpo, aunque no mi cara, se amoldara perfecto a los estereotipos de un “buen cuerpo”, así que usaba ropa pequeña, delgada. Buscaba exhibirme en cualquier momento. Me subía la falda del uniforme para que me quedara corta, desabotonaba la camisa para que asomara la línea y el lunar entre mis tetas. Me teñí de rubia. Adopté el papel de la jovencita rubia de pechos grandes, rebelde, promiscua (aunque apenas y hubiese besado a alguien). Y eso me puso en un lugar que, quizás era igual de detestable para algunas mujeres, pero yo me sentía -al menos- observada. Una vez más la búsqueda se aprobación, la necesidad de ser aceptada por ellos, los dueños del mundo, “los creadores de la razón”. Eso también es el patriarcado introyectado.

No era bonita, pero era deseable, sumamente deseable para cierto segmento de la comunidad estudiantil, y mucho más para hombres mayores que me veían como una Lolita.

Y bueno, gracias a ese otro “prestigio”, donde ya no se hablaba de mi nariz, sino de mis pechos de lujo, pude tener mi primer novio, tenía yo dieciséis años. Él era un chico que estaba en el grupo de porristas, recuerdo que lo vi y me gustó, le pedí a un amigo que también iba en ese equipo deportivo, que me lo presentara. Lo tuve frente a mí y le dije que me gustaba. Sí, así de “valiente”. Aquella chica tímida de la secundaria había tomado una actitud de seguridad y confianza, que ni yo misma reconocía.

Él, el elegido, había reprobado un par de años, así que tenía dieciocho y por ser mayor era bastante popular, lo cual representaba un reto para mí, y yo para él una tentación irrenunciable. Así que anduvimos un par de meses como novios.

Cuando en casa dije que tenía novio, mi papá me sentenció que no lo quería ver cerca, y mi mamá dijo que podía visitarme cuando mi padre no estuviera. Así que buscábamos horarios para que viniera a la “visita”.

A partir de esa primera relación fallida, tuve muchos otros novios e historias amorosas, igual o mayormente frívolas, tenebrosas y muchos otros adjetivos típicos para el amor tóxico y romántico; relaciones que me llevaron a ir minando más y más mi autoestima. “Calibrando” siempre la balanza con la fórmula de “si no soy bella, al menos soy atractiva”, porque como buena hija del patriarcado creí que lo peor que me podía suceder era pasar desapercibida.

Hubo otro episodio que en su momento marcó mi vida respecto al tema de “la belleza”, y justo tuvo que ver con ese primer novio. En la prepa, él tenía como compañera a una chica que vivía en el mismo ejido que yo (un lugar de esos rurales donde todos se conocen), con quien yo coincidía en las mañanas en el camión, justo porque íbamos a la misma escuela. Y bueno, una vez él me preguntó si la conocía, si era mi amiga, a lo que yo respondí que no, que ella vivía al centro del ejido, y yo en la entrada, y eso hacía que, aunque coincidiéramos a la hora de ir a la escuela, pues no conviviéramos más que eso. La plática surgió y no sé por qué motivo, este “hombre” me dijo que cuando recién nos conocimos le preguntó a ella sobre mi persona, y que ella la única referencia que pudo darle, era que de pronto me veía a mí y a mis hermanas en el camión, y que, por cierto, aunque yo era “guapa”, mis hermanas eran muy feas. ¿Muy feas? ¡Otra hija del patriarcado!

Cuando éste idiota me dijo eso, yo me sentí terrible, sí, algo se me destrozó por dentro. Y pasó como aquella vez en la secundaria, a partir de ahí comencé a pensar, a creer, que además de que yo no era bonita, mis hermanas tampoco, y nadie en mi familia. Sentí que yo pertenecía a algo que podía ser de todo, menos bello. Comencé a comprarme la tremenda idea de que, además de pertenecer a una familia a la que le “falta algo”, además de eso, “éramos puras personas feas” “feas e incompletas”. ¿Se imaginan lo que eso significa para una chica de dieciséis años? ¿Cuántas de ustedes no se sintieron igual en algún momento de su vida?

Años después me pregunté con qué motivo ese novio me dijo eso, y concluí que con el único de enemistarme con la chica y ser un miserable cabrón. Asunto de machos.

Y claro que vinieron más comentarios de ese tipo, sobre todo por parte de machos. Todavía hace unos diez años recuerdo a cierto personaje masculino burlarse, un 31 de octubre, comentar frente a varios hombres (porque claro que su frágil masculinidad y misoginia se nutre de este tipo de acciones), si yo me había disfrazado de bruja, por aquello de que ya traía la nariz. Para ese momento mi autoestima era tambaleante, así que, aunque respondí defendiéndome y eliminándolo de todas mis redes, en el fondo me sentí herida.

Afortunadamente con el tiempo, –de una forma o de otra- cambié de compañías, me rodeé de otro tipo de personas. Comprendí desde otro punto la plenitud y la belleza. Eso sí, tuvieron que pasar muchos años y lecturas, amistades verdaderas, para darme cuenta, para quebrar de una vez por todas ese asqueroso espejo que juzga e impone un ideal de belleza.

¿Cómo lo hice?

Existe algo que nos ayuda a soltar y enterrar ese artefacto empañado, se llama amor propio y autocuidado. Claro que, si estos no están bien fijados en nosotras, o se sostienen de algo delgado, imaginario, corremos el riesgo de que aquel filoso espejo sea desenterrado. Sin embargo, algo que ayuda no sólo a amarnos, sino a entender el origen de esa vena oscura de odio hacia nosotras, de esa obsesión por el físico o ese terror por el paso de los años; algo que puede ayudarnos a destruir para siempre ese juicioso ente laminado, que nos liberará profundamente, es el feminismo.

Y ahí sí, se rompe en mil pedazos el mito de la belleza. Te desprendes paso a paso de esos fragmentos de vidrio que quedan por ahí tirados. Es un proceso. Que como toda transformación lleva tiempo, pero que desde el minuto uno que te das cuenta de lo que hay detrás de esas auto exigencias, de esos cánones sociales de belleza, puedes respirar tranquila, sonreír y saberte realmente bella. Puedes comprender que la belleza verdadera, no tiene nada que ver con lo que los medios masivos nos pintan, con lo que los libros o la gente nos cuenta. Es más, esa “otra belleza” deja de ser importante.

Como diría Naomi Wolf, el ideal de belleza femenina es un arma política. Ella lo explica perfectamente en “El mito de la belleza”, nos dice que mientras las mujeres se liberaban de la mística femenina de la domesticidad, el mito de la belleza ocupaba el terreno perdido y era el relevo en esa función de control social.

El estereotipo de belleza fijado en nuestra sociedad occidental, con el que crecimos las mujeres que fuimos adolescentes en los noventas, en los inicios de los 2000, fue una contrarrevolución tan violenta, que muchas cayeron en problemas severos de bulimia y anorexia; y muchas más se autolaceraban para mitigar el dolor que les provocaba la idea de ser feas. Y muchas otras siguen obsesionadas con alcanzar ciertos estándares de lindeza. Debo admitir que todavía veo amigas (sí, feministas) que están obsesionadas con el gimnasio, el peso, cuidando las calorías que consumen, comprándose cremas antiarrugas de miles de pesos, realizándose cirugías estéticas, y nombrándolo autocuidado.

¿Cuál será el límite entre el autocuidado y el auto rechazo?

Cuál es el camino para liberarnos de una vez por todas de esa necesidad, tan introyectada en las mujeres, de agradar, gustar, de vernos “bellas”.

Yo insisto en que el camino es el feminismo, o sea descubrir que el llamado mito de la belleza no es más que eso, una imposición más para mantenernos sujetas a ideales inalcanzables. A veces creo que las mujeres logramos liberarnos de mitos como el de la maternidad, la castidad y la pasividad, pero no el de la belleza. Parece que muchas de nosotras nos esforzamos mucho por gustar, por ser nombradas bellas, atractivas, exuberantes, glamurosas.

¿Por qué? ¿Por quién? ¿Para qué?

Me regocija tanto ver cada vez a más mujeres libres del maquillaje, de los peinados elaborados o agresivos con nuestro cabello. Me encanta ver a mujeres con tenis, con zapatos cómodos, desprendidas por fin de esas máquinas de tortura que son los tacones altos y de aguja. Adoro vernos disfrutando de la comida, haciendo ejercicio sólo para mantener la salud y la condición física.

Aprendo mucho de otras mujeres, cada vez que me reúno en espacios feministas, separatistas, y entonces todas nos vemos cómodas, libres, holgadas, sonrientes, y hablamos de asuntos que van más allá de nuestra imagen, de nuestra apariencia. Me llena el alma que hablamos de lo que pensamos, lo que leemos, lo que inventamos, de lo que creamos, de lo que transformaremos. Que hablamos de la cuerpa desde otras perspectivas.

Apenas desde hace unos años aprendí, pude, ver la hermosura de mis hermanas, de mi familia. Ya no filtro a través de estereotipos los asuntos corporales. Me acepto, me valoro y me amo. Me construyo cada día, de adentro hacia afuera, con la meta de ser auténtica y verdadera. ¡Uy! De ser quien yo quiera pues.

No sé cómo viven el mito de la belleza las adolescentes de hoy, sé que es una lucha constante. A veces creo, mantengo la esperanza, de que el asunto va mediándose en esos temas. Lo pienso así porque, cuando voy sin maquillaje a dar clases en la prepa, siempre hay una alumna que me dice que me veo enferma, que por qué no uso maquillaje como las otras maestras. Sin embargo, cuando doy talleres por fuera, talleres sobre escritura o feminismo, he tenido varias chicas, entre catorce y dieciséis años, que se muestran orgullosas de su renuncia a los estereotipos de belleza.

Creo que, dichosamente, el feminismo ha logrado llegar a muchas más adolescentes que en “mi tiempo”, y cada vez más, gracias a la voz presente de las mujeres conscientes, existen muchos más ejemplos de lo que es ser bella. Creo que cada vez más mujeres jóvenes dejan de lado la necesidad de ser aprobadas por su belleza, y exaltan valores como la rebeldía, la audacia y la inteligencia. Sí, creo que esos, entre muchos otros, son los nuevos modelos de aspiración de más niñas y pubertas. Si no es así, al menos esa es la tarea, nuestra meta. Trabajemos en ella desde nuestras trincheras.

Las invito a reconocer en sus hermanas y compañeras la verdadera belleza, esa que tiene muchos matices, y que no necesariamente está por fuera.

Ilustración de: María Hesse

5 comentarios:

  1. Mar, no sabes qué sentido me hacen tus letras. He estado trabajando constatemente este tema desde mi posición feminista, pero siento que tengo aún un camino largo por recorrer. Gracias por compartirnos tu experiencia y tus reflexiones.

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  2. Mar, me sentí muy identificada con algunas partes del texto, creo que es sensacional compartir esta experiencia y reflexionar sobre nuestro desarrollo como mujeres y nuestra relación con nuestro cuerpo. Gracias <3

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  3. Maravilloso. Me ha encantado y he visto ahí reflejadotreflejado mi doloroso proceso de deconstrucción de la belleza la aceptación del cuerpo gracias al feminismo.

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  4. Mar, al ver que habías compartido un texto tuyo conmigo me emocioné.

    La carga del estándar de belleza estuvo presente siempre en casa dede la niñez, el tener la delgadez que mi familia quería. "Solo la gente delgada es feliz, qué asco los gordos" eran solo algunas de las expresiones que mi hermano o madre decían -y dicen hasta la fecha-. Después vino el sentirme menos bonita que las demás porque no tenía novio, cuando lo tuve el amor romántico me jodió 12 años la existencia. Nunca es suficiente para el patriarcado.

    Hay tanto en lo que veo reflejada en tus palabras y como tú misma lo escribes "Me construyo cada día", me rompo, dejo ir pedazos que ya no encajan y reconstruyo. Gracias por compartir, fue increíble leerte. Un abrazo. <3

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  5. Gracias por compartir, Mar. Mientras te voy leyendo se me remueven sentimientos y emociones, me vienen a la cabeza revelaciones y empiezo a hacer consciencia de éstas.

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