A muchas de nosotras, en algún
momento de la infancia o pubertad, una especie de mano incorpórea -empuñada por
toda la familia y la sociedad- nos coloca un viejo, pesado e invisible espejo
sobre las manos pequeñas, que nos atrae incesantemente a lo largo de la vida,
nos convence de lo carente que somos de belleza real, y multiplica los defectos
internos y externos. Este objeto nunca se cansa de vociferar lo mucho que nos
falta alcanzar para ser perfectas. Así de perverso es ese instrumento. Y no
sólo eso, un día la voz susurrante de dicho reflejo se sustituye por la nuestra,
y así todos los insultos diarios hacia nosotras y algunas otras, salen de nuestra
propia boca.
¿Les suena? Ese maldito espejo no es
más que el mito de la belleza, que se engrandece más y más con las modas y los
estereotipos fijados por cada sociedad y época. ¿Recuerdan cuándo fue la primera vez
que juzgaron como “fea” alguna parte de su propio cuerpo?
¿Recuerdan cuándo fue la primera vez
que sintieron vergüenza por algo de su aspecto, o si alguna vez desearon ser
otra persona? ¿Recuerdan la primera vez que se encontraron un “defecto” físico?
Crecí con un padre al que le falta un
brazo, así que desde pequeña fui consciente de lo terrible que era ser juzgado,
mirado, humillado u ofendido por tu aspecto. Muchas veces escuché a vecinos u
otras personas ofenderlo por ser manco. Mi papá fue tendero durante
varias décadas, y el abarrote siempre estuvo pegado o cerca de nuestra casa,
así que muchas veces escuché a algún deudor o deudora indignarse porque mi papá
les cobraba, y entonces lo insultaban mencionando aquello que para medio mundo era su mayor defecto. Yo sabía que a mi papá eso no
le apenaba, pero sí le enfadaba, le hería de cierta forma, aunque no lo
verbalizara. En más de una ocasión pude reconocer una mirada triste o
frustrada, debido a las burlas de otras personas hacia su cuerpo. Mi madre, mis
hermanas y yo, también nos sentíamos enfadadas cuando alguien lo ofendía, y
debo admitir que quizá también un poco avergonzadas, esto último no sé si mi madre
lo sentía, pero mis hermanas y yo sí, cuando éramos adolescentes o niñas. Más
en la escuela, cuando algunos niños intentaban humillarnos porque a nuestro
padre le faltaba algo, un brazo.
Porque está “mocho”, como muchos me dijeron en la primaria. Por otro lado, las
niñas más que ofensivas, siempre eran curiosas y sólo preguntaban qué le había
pasado a mi papá, por qué estaba así.
Crecer con ese tema recurrente en la
familia, nos enseñó a mis hermanas y a mí, que no era bueno –mucho menos
necesario o disfrutable- burlarse de las personas por algo relativo a su
cuerpo, a su aspecto. Sabíamos perfectamente que eso lastimaba, así que siempre
evitamos hacerlo. Ni siquiera usábamos apodos para las personas, intentábamos
ser extremadamente cuidadosas, por un asunto de empatía, y también –quizá- por
miedo a despertar en las otras personas las ganas de ofendernos mencionando “lo
que faltaba en mi familia”. Eso sí, entre nosotras nos insultábamos cuando
peleábamos, quizá nos habíamos acostumbrado a recibir esas “palabrotas”, las
habíamos escuchado por ahí…
Sin embargo, pese a esa prudencia que
me dio la experiencia, una vez en la secundaria me animé a nombrar a alguien
por su mote. Y aquello acabó fatal para mí. Un compañero bastante travieso, tenía un apodo de personaje de caricatura, según
recuerdo él mismo rayaba ese nombre en las paredes o sus libretas… Aquel día funesto salimos
temprano de clases, y como la escuela estaba pegada a un parque, varias amigas
y compañeros nos fuimos a sentar al césped, de todas formas, yo debía esperar
hasta medio día que saliera mi hermana, y que mi papá pasara por nosotras. El
caso es que, entre broma y broma, este chico empezó a burlarse de varias de
nosotras, quienes además conformábamos un grupo bastante peculiar, éramos las
clásicas feas, inteligentes y serias. En respuesta al jugueteo o
burlas que nos hacía aquel adolescente, a mí se me ocurrió callarlo y agregar
su mote. No lo hubiese hecho. Nunca olvidaré que él me respondió señalando algo
de mí, que yo nunca había escuchado o pensado, me lanzó una frase como “y tú
qué, pinche nariz de perico”. Recuerdo que lo primero que hice al escucharle
fue abrir los ojos de la sorpresa, luego llevé la mano derecha a mi rostro,
toqué mi nariz, la sentí. Y justo en ese momento, a mis doce años, comprendí
que la forma que tenía esa parte de mi rostro no era bien recibida, y que yo no
lo sabía, y nadie me lo había dicho.
Ahora, a mis 34, me da un poco de
pena admitirlo, pero a partir de aquel comentario burlón, durante muchos años
rechacé el tamaño y la forma de mi nariz, evité el tema de “la nariz”, “las
narices de las personas”. Muchas veces, incontables, lloré desconsoladamente
porque tener ese perfil. Muchas veces soñé con la cirugía plástica. Muchos años
busqué en películas o en series de televisión alguna artista que fuese
considerada bonita y tuviese una nariz, al menos, parecida a la mía. Muchas,
muchas, muchas veces me avergoncé de alguna foto que por error me captara desde
el ángulo “incorrecto”.
Durante mucho tiempo el centro de mi
rostro fue el centro de mis desencantos, de mis flagelos. Hasta que “descubrí”
que las mujeres podemos tener muchos otros atributos físicos que hacen que una
nariz o algo en el rostro pase desapercibido. No significó que me aceptara o me
amara como era, sólo descubrí que eso de la “aceptación” podía ser generado
desde otros “espacios” de mi cuerpo.
Claro, no enterré o silencié el
espejo de los estereotipos, al contrario, éste enronqueció la voz y me gritaba
que, a los hombres, muchas otras partes del cuerpo de una mujer les son más
importantes que el rostro.
Entré a la preparatoria y descubrí
que los pechos grandes, esos que me avergonzaron todos los años anteriores, se
convirtieron en “algo” que me hacía observable, deseable, incluso por los más populares. Algo se activó en mí. Yo no
me consideraba bella, pero me sabía atractiva para ellos, y envidiada por
muchas de ellas. Empecé a usar escotes, cada vez más pronunciados. Noté que eso
enloquecía a las mujeres porque la mayoría no tenía exuberantes senos, y
también enloquecía a los hombres, por algún fetiche que parece que todos
comparten.
Me cosifiqué. Saqué provecho de que
mi cuerpo, aunque no mi cara, se amoldara perfecto a los estereotipos de un
“buen cuerpo”, así que usaba ropa pequeña, delgada. Buscaba exhibirme en
cualquier momento. Me subía la falda del uniforme para que me quedara corta,
desabotonaba la camisa para que asomara la línea y el lunar entre mis tetas. Me
teñí de rubia. Adopté el papel de la jovencita rubia de pechos grandes, rebelde,
promiscua (aunque apenas y hubiese besado a alguien). Y eso me puso en un lugar
que, quizás era igual de detestable para algunas mujeres, pero yo me sentía -al
menos- observada. Una vez más la búsqueda se aprobación, la necesidad de ser
aceptada por ellos, los dueños del mundo, “los creadores de la razón”. Eso
también es el patriarcado introyectado.
No era bonita, pero era deseable,
sumamente deseable para cierto segmento de la comunidad estudiantil, y mucho
más para hombres mayores que me veían como una Lolita.
Y bueno, gracias a ese otro “prestigio”,
donde ya no se hablaba de mi nariz, sino de mis pechos de lujo, pude tener mi
primer novio, tenía yo dieciséis años. Él era un chico que estaba en el grupo
de porristas, recuerdo que lo vi y me gustó, le pedí a un amigo que también iba
en ese equipo deportivo, que me lo presentara. Lo tuve frente a mí y le dije
que me gustaba. Sí, así de “valiente”. Aquella chica tímida de la secundaria
había tomado una actitud de seguridad y confianza, que ni yo misma reconocía.
Él, el elegido, había reprobado un par
de años, así que tenía dieciocho y por ser mayor era bastante popular, lo cual
representaba un reto para mí, y yo para él una tentación irrenunciable. Así que
anduvimos un par de meses como novios.
Cuando en casa dije que tenía novio,
mi papá me sentenció que no lo quería ver cerca, y mi mamá dijo que podía
visitarme cuando mi padre no estuviera. Así que buscábamos horarios para que
viniera a la “visita”.
A partir de esa primera relación
fallida, tuve muchos otros novios e historias amorosas, igual o mayormente
frívolas, tenebrosas y muchos otros adjetivos típicos para el amor tóxico y
romántico; relaciones que me llevaron a ir minando más y más mi autoestima.
“Calibrando” siempre la balanza con la fórmula de “si no soy bella, al menos
soy atractiva”, porque como buena hija del patriarcado creí que lo peor que me
podía suceder era pasar desapercibida.
Hubo otro episodio que en su momento
marcó mi vida respecto al tema de “la belleza”, y justo tuvo que ver con ese
primer novio. En la prepa, él tenía como compañera a una chica que vivía en el
mismo ejido que yo (un lugar de esos rurales donde todos se conocen), con quien
yo coincidía en las mañanas en el camión, justo porque íbamos a la misma
escuela. Y bueno, una vez él me preguntó si la conocía, si era mi amiga, a lo
que yo respondí que no, que ella vivía al centro del ejido, y yo en la entrada,
y eso hacía que, aunque coincidiéramos a la hora de ir a la escuela, pues no
conviviéramos más que eso. La plática surgió y no sé por qué motivo, este
“hombre” me dijo que cuando recién nos conocimos le preguntó a ella sobre mi
persona, y que ella la única referencia que pudo darle, era que de pronto me
veía a mí y a mis hermanas en el camión, y que, por cierto, aunque yo era
“guapa”, mis hermanas eran muy feas. ¿Muy feas? ¡Otra hija del patriarcado!
Cuando éste idiota me dijo eso, yo me
sentí terrible, sí, algo se me destrozó por dentro. Y pasó como aquella vez en
la secundaria, a partir de ahí comencé a pensar, a creer, que además de que yo
no era bonita, mis hermanas tampoco, y nadie en mi familia. Sentí que yo
pertenecía a algo que podía ser de todo, menos bello. Comencé a comprarme la
tremenda idea de que, además de pertenecer a una familia a la que le “falta
algo”, además de eso, “éramos puras personas feas” “feas e incompletas”. ¿Se
imaginan lo que eso significa para una chica de dieciséis años? ¿Cuántas de
ustedes no se sintieron igual en algún momento de su vida?
Años después me pregunté con qué
motivo ese novio me dijo eso, y concluí que con el único de enemistarme con la
chica y ser un miserable cabrón. Asunto de machos.
Y claro que vinieron más comentarios
de ese tipo, sobre todo por parte de machos. Todavía hace unos diez años recuerdo
a cierto personaje masculino burlarse, un 31 de octubre, comentar frente a
varios hombres (porque claro que su frágil masculinidad y misoginia se nutre de
este tipo de acciones), si yo me había disfrazado de bruja, por aquello de que
ya traía la nariz. Para ese momento mi autoestima era tambaleante, así que,
aunque respondí defendiéndome y eliminándolo de todas mis redes, en el fondo me
sentí herida.
Afortunadamente con el tiempo, –de
una forma o de otra- cambié de compañías, me rodeé de otro tipo de personas.
Comprendí desde otro punto la plenitud y la belleza. Eso sí, tuvieron que pasar
muchos años y lecturas, amistades verdaderas, para darme cuenta, para quebrar
de una vez por todas ese asqueroso espejo que juzga e impone un ideal de
belleza.
¿Cómo lo hice?
Existe algo que nos ayuda a soltar y
enterrar ese artefacto empañado, se llama amor propio y autocuidado. Claro que,
si estos no están bien fijados en nosotras, o se sostienen de algo delgado,
imaginario, corremos el riesgo de que aquel filoso espejo sea desenterrado. Sin
embargo, algo que ayuda no sólo a amarnos, sino a entender el origen de esa
vena oscura de odio hacia nosotras, de esa obsesión por el físico o ese terror
por el paso de los años; algo que puede ayudarnos a destruir para siempre ese
juicioso ente laminado, que nos liberará profundamente, es el feminismo.
Y ahí sí, se rompe en mil pedazos el
mito de la belleza. Te desprendes paso a paso de esos fragmentos de vidrio que quedan
por ahí tirados. Es un proceso. Que como toda transformación lleva tiempo, pero
que desde el minuto uno que te das cuenta de lo que hay detrás de esas auto
exigencias, de esos cánones sociales de belleza, puedes respirar tranquila,
sonreír y saberte realmente bella. Puedes comprender que la belleza verdadera,
no tiene nada que ver con lo que los medios masivos nos pintan, con lo que los
libros o la gente nos cuenta. Es más, esa “otra belleza” deja de ser
importante.
Como diría Naomi Wolf, el ideal de
belleza femenina es un arma política. Ella lo explica perfectamente en “El mito
de la belleza”, nos dice que mientras las mujeres se liberaban de la mística
femenina de la domesticidad, el mito de la belleza ocupaba el terreno perdido y
era el relevo en esa función de control social.
El estereotipo de belleza fijado en
nuestra sociedad occidental, con el que crecimos las mujeres que fuimos
adolescentes en los noventas, en los inicios de los 2000, fue una
contrarrevolución tan violenta, que muchas cayeron en problemas severos de
bulimia y anorexia; y muchas más se autolaceraban para mitigar el dolor que les
provocaba la idea de ser feas. Y muchas otras siguen obsesionadas con alcanzar
ciertos estándares de lindeza. Debo admitir que todavía veo amigas (sí,
feministas) que están obsesionadas con el gimnasio, el peso, cuidando las
calorías que consumen, comprándose cremas antiarrugas de miles de pesos,
realizándose cirugías estéticas, y nombrándolo autocuidado.
¿Cuál será el límite entre el
autocuidado y el auto rechazo?
Cuál es el camino para liberarnos de
una vez por todas de esa necesidad, tan introyectada en las mujeres, de
agradar, gustar, de vernos “bellas”.
Yo insisto en que el camino es el
feminismo, o sea descubrir que el llamado mito de la belleza no es más que eso,
una imposición más para mantenernos sujetas a ideales inalcanzables. A veces
creo que las mujeres logramos liberarnos de mitos como el de la maternidad, la
castidad y la pasividad, pero no el de la belleza. Parece que muchas de
nosotras nos esforzamos mucho por gustar, por ser nombradas bellas, atractivas,
exuberantes, glamurosas.
¿Por qué? ¿Por quién? ¿Para qué?
Me regocija tanto ver cada vez a más
mujeres libres del maquillaje, de los peinados elaborados o agresivos con
nuestro cabello. Me encanta ver a mujeres con tenis, con zapatos cómodos,
desprendidas por fin de esas máquinas de tortura que son los tacones altos y de
aguja. Adoro vernos disfrutando de la comida, haciendo ejercicio sólo para
mantener la salud y la condición física.
Aprendo mucho de otras mujeres, cada
vez que me reúno en espacios feministas, separatistas, y entonces todas nos
vemos cómodas, libres, holgadas, sonrientes, y hablamos de asuntos que van más
allá de nuestra imagen, de nuestra apariencia. Me llena el alma que hablamos de
lo que pensamos, lo que leemos, lo que inventamos, de lo que creamos, de lo que
transformaremos. Que hablamos de la cuerpa desde otras perspectivas.
Apenas desde hace unos años aprendí,
pude, ver la hermosura de mis hermanas, de mi familia. Ya no filtro a través de
estereotipos los asuntos corporales. Me acepto, me valoro y me amo. Me
construyo cada día, de adentro hacia afuera, con la meta de ser auténtica y
verdadera. ¡Uy! De ser quien yo quiera pues.
No sé cómo viven el mito de la
belleza las adolescentes de hoy, sé que es una lucha constante. A veces creo,
mantengo la esperanza, de que el asunto va mediándose en esos temas. Lo pienso
así porque, cuando voy sin maquillaje a dar clases en la prepa, siempre hay una
alumna que me dice que me veo enferma, que por qué no uso maquillaje como las
otras maestras. Sin embargo, cuando doy talleres por fuera, talleres sobre
escritura o feminismo, he tenido varias chicas, entre catorce y dieciséis años,
que se muestran orgullosas de su renuncia a los estereotipos de belleza.
Creo que, dichosamente, el feminismo
ha logrado llegar a muchas más adolescentes que en “mi tiempo”, y cada vez más,
gracias a la voz presente de las mujeres conscientes, existen muchos más
ejemplos de lo que es ser bella. Creo que cada vez más mujeres jóvenes dejan de
lado la necesidad de ser aprobadas por su belleza, y exaltan valores como la
rebeldía, la audacia y la inteligencia. Sí, creo que esos, entre muchos otros,
son los nuevos modelos de aspiración de más niñas y pubertas. Si no es así, al
menos esa es la tarea, nuestra meta. Trabajemos en ella desde nuestras
trincheras.
Las invito a reconocer en sus
hermanas y compañeras la verdadera belleza, esa que tiene muchos matices, y que
no necesariamente está por fuera.
Ilustración de: María Hesse
Mar, no sabes qué sentido me hacen tus letras. He estado trabajando constatemente este tema desde mi posición feminista, pero siento que tengo aún un camino largo por recorrer. Gracias por compartirnos tu experiencia y tus reflexiones.
ResponderEliminarMar, me sentí muy identificada con algunas partes del texto, creo que es sensacional compartir esta experiencia y reflexionar sobre nuestro desarrollo como mujeres y nuestra relación con nuestro cuerpo. Gracias <3
ResponderEliminarMaravilloso. Me ha encantado y he visto ahí reflejadotreflejado mi doloroso proceso de deconstrucción de la belleza la aceptación del cuerpo gracias al feminismo.
ResponderEliminarMar, al ver que habías compartido un texto tuyo conmigo me emocioné.
ResponderEliminarLa carga del estándar de belleza estuvo presente siempre en casa dede la niñez, el tener la delgadez que mi familia quería. "Solo la gente delgada es feliz, qué asco los gordos" eran solo algunas de las expresiones que mi hermano o madre decían -y dicen hasta la fecha-. Después vino el sentirme menos bonita que las demás porque no tenía novio, cuando lo tuve el amor romántico me jodió 12 años la existencia. Nunca es suficiente para el patriarcado.
Hay tanto en lo que veo reflejada en tus palabras y como tú misma lo escribes "Me construyo cada día", me rompo, dejo ir pedazos que ya no encajan y reconstruyo. Gracias por compartir, fue increíble leerte. Un abrazo. <3
Gracias por compartir, Mar. Mientras te voy leyendo se me remueven sentimientos y emociones, me vienen a la cabeza revelaciones y empiezo a hacer consciencia de éstas.
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