LA NEBLINA de Yarozlavy Bañuelos.
Un lunes cualquiera
decidió no salir más de su casa, se cobijó en su habitación como roedor en su
madriguera y tomó una larga siesta vespertina. Mientras dormía la neblina
penetró sutil y silenciosa a través de la ventana abierta, dejando en la
cortina un cristalino rastro de gotitas gélidas que jamás sería visto; nadie
nunca sabe el día exacto en el que la neblina entra a su casa.
Despertó. Todo
parecía igual que antes de irse a dormir, allí seguían la canasta de ropa sucia,
la mancha de café en el piso y la misma malinterpretada soledad de siempre. Pero
la neblina avanza rápido buscando los caminos hacia el corazón y al poco tiempo
empezó a mostrarse implícita en el moho que fue cubriendo las paredes; podía
notarse también en la sonrisa sin alegría, en las palabras atoradas en su
garganta, en un montoncito de versos inconclusos y en una lista de enfermedades
psicosomáticas. Supo de ella mucho después, hasta que se manifestó de una forma
más agresiva, punzante y dolorosa como aguijón de avispa, fue en la receta del
psiquiatra: Flouxetina y Clonazepam.
No transcurrió mucho
tiempo para que la neblina invadiera su cuerpo por completo, no fue difícil que
ésta cruzara el umbral de su psique; las puertas de sus oídos eran demasiado frágiles,
las ventanas de sus ojos estaban rotas y los cuervos guardianes huyeron hacia
los páramos de la noche. Cuando se dio cuenta que perdía visibilidad a causa de
un extraño vapor frío y que sus huesos estaban impregnados de sereno, la
neblina ya había dejado atrás la antesala de su pecho y corría hacía el núcleo
de su alma.
Primero fue la región
norte de su cabeza la que se nubló. El frío y las borrascas que conjuró la neblina
arruinaron las cosechas, no hubo más duraznos ni ciruelas dulces en la mesa de
su hogar y ese año no vibró la primavera; los caminos de adoquines rojos se
inundaron de agua lodosa y su vista se encapotó de oscuros nimbus.
El mal de la neblina
siguió avanzando descaradamente por cada recoveco de sus entrañas, cada paisaje
mental que traspasaba era convertido en manchones de tinta sin ninguna forma; los
mares al sur de su vientre antes cálidos se cubrieron de una bruma que envolvió
a las barcas y por muchos días no permitió ver la luz titilante de las estrellas.
Los faros guías fueron tragados por la melancolía brumosa.
El color
azul-grisáceo de la neblina se transformó en el blanco espeso y angustioso de
la niebla, le dio muerte a los geranios y al canto del ruiseñor, fue entonces
que ese veneno etéreo se materializó en cristales de hielo que hirieron
cruelmente a su portador y con cada latido se formaban nuevas estalactitas
asesinas ¡Era mejor no moverse, no respirar, no gritar su dolor!
Después de tantas
derrotas nebulosas la tierra de su cuerpo se ha vuelto árida y los tulipanes ya
no florecen más en sus manos, son los estragos de la humedad ácida de algunas
penas.
La Neblina ganó.
¿Ganó?
En realidad no lo
puedo asegurar. Esta mañana me asomé por la cancela que nos separa y me pareció
ver que unos rayos de sol se filtraban suavemente por el velo de niebla y
delirio que cubre su corazón.
Muy bueno, me gustó...
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