Agarré a cada uno de mis monstruos y los eché a un costal, caminé y caminé por el monte durante horas. Iba descalza, con una falda de algodón mal zurcida, con las tetas al aire. No me importaba nada, ni el rayo de sol chamuscándome la espalda, ni las espinas, ni las piedras, ni las víboras y las tarántulas. Nada. Nada más allá de acabar con los gatos posesos de mí.
Caminé
y caminé hasta que encontré el punto exacto donde iba a matarlos, había una
gran roca donde pensé colocarlos y luego agarrarlos a palazos. Pretendía
romperles la nuca con el filo de la pala, pero no pude, no pude hacerlo del
todo. No así.
Una
vez que dejé el costal en el suelo para poder sacar la pala del otro morral, vi
como aquel saco aguado comenzó a inflarse, parecía que iba engordar hasta
reventar, pero no fue así, sólo quedó como una gran roca imposible de levantar.
Mis demonios habían crecido durante el camino. Se tragaron los maullidos, mis
lágrimas y la sangre de los rasguños en mis brazos. Se llenaron de fuerza al
contacto con la tierra.
Y
aunque tuve mucho miedo al ver aquella inmensidad frente a mí, me enderecé,
abracé la pala con las dos manos, y con toda la ira de mi vida la alcé, luego
la dejé caer por la parte plana, y la empujé con todo mi cuerpo. Les metí un
gran golpe, fue entonces que uno de ellos gritó. Tenía mi voz, era yo,
gritándome que parara.
De
adentro del costal provenía mi voz, las criaturas se revolcaban provocando que
aquella bola se hundiera en la tierra, y mi palabra se elevaba junto con el
polvo hecho humo; me decía que parara. Escuché que grité que me detuviera o me
iba a matar. En ese momento la aridez del aire chilló. Erosionó mi piel.
…
No
crean que esa sentencia me asustó, yo pretendía seguir con mi plan, pero
entonces otra voz muy parecida a la mía tomó la palabra. Me dijo que venía de
un momento tormentoso, me pidió que recordara el momento exacto en el que nació.
Me dijo que yo no lo parí, pero que creció de mi cuerpo, y que es un cuerpo que
tampoco es totalmente mío. Sudé un poco. Recordé que somos parte de un gran
artefacto, del animal que nos habita desde dentro. Una máquina que no se ve.
Sí, me
paralizó esa otra voz tan parecida a la mía, y tan segura sobre cómo, cuándo y para
qué apareció. Continuó gritando, olisqueó el temor. Me dijo que, si la mataba,
aquello que sucedió jamás iba a ser recordado, pero la sensación de encierro
iba a durar para siempre. Que si le mataba, iba a matar la posibilidad de
libertad del todo que también somos.
Les
dije que no los iba a sacar, que, aunque me lo suplicaran no les iba a dejar
salir. A ninguno de ellos. Que quizá no los mataría, pero tampoco los dejaría
ir. Algo tenía que hacer. Pensé en enterrarles vivos. Pero con mis manos flacas
y mis pocas fuerzas la idea de escarbar no parecía tan resuelta. No podía
demorarme más pues las uñas monstruosas tarde o temprano podían romper las
fibras mugrosas de la arpilla.
La
desesperación llegó a mí de manera veloz, reptando como serpiente. No
sabía qué hacer allí rodeada de palos secos con olor a vida y muerte. Y justo
cuando esa voz chillante tan mía apareció otra vez, fue que entendí lo que
quería decirme. Supe que la niña bajo la sábana era yo. Recordé la mano peluda
entre mis piernitas, mis manos pequeñas rodeando un mazo de carne consanguíneo.
El placer ajeno que se me metió como herida mortal en mi cuerpecito moreno.
Acabo
de darme cuenta, no soy más que un gato en otra bolsa. Una voz que tiene
catorce años, que está semidesnuda en el fondo espinoso del monte, y que
intenta matar a sus demonios encerrados en un costal. Esa que escribe me
matará.
Mar.
**Este relato fue publicado por primera vez en la Revista Shandy
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡Gracias por visitar este espacio!